Historias, reflexiones e ideas a fuego lento
Fecha: 
30/04/2020 - 5:01pm
Por Ángela Posada-Swafford*

* https://www.angelaposadaswafford.com/

Twitter: @swaforini



En los tiempos del Coronavirus, he aquí un relevante ejercicio mental.


Hace unos 15 años, el escritor Alan Weisman viajó por el mundo entrevistando a ingenieros, biólogos, zoólogos, científicos atmosféricos y planetarios, restauradores de arte, paleontólogos, botánicos, ambientalistas, geólogos, y más expertos, con la misma pregunta para cada uno de ellos: ¿Qué pasaría en su área de estudio si un día la gente desapareciera? ¿Cómo desharía la naturaleza todo lo que nosotros hemos construido?


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Cisnes en los canales de Venecia, pavos reales en las calles de Madrid, osos en los suburbios de las ciudades, cientos de delfines retozando frente a las costas suramericanas, elefantes tomando la siesta en los campos de cultivo chinos. Compartimos con ansia todos estos tuits felices –la mayoría falsos, distorsionados, o fuera de contexto– porque queremos, necesitamos, creer a toda costa en el triunfo de la naturaleza durante los primeros días de esta, la ‘Era del Coronavirus’.

Por otro lado, es verdad que el agua de los canales de Venecia, entre otros lugares someros, está más clara porque al no haber tráfico marítimo, los sedimentos generalmente suspendidos en ella se van al fondo. Solo que esto no es necesariamente una señal de que esa agua tenga ahora mejor calidad. De la misma manera, es cierto que la drástica disminución de tráfico aéreo y terrestre aparece reflejada en los mapas satelitales de la NASA, los cuales muestran una reducción en las concentraciones de dióxido de nitrógeno sobre algunas regiones. Pero esto tampoco quiere decir que haya desaparecido el efecto de invernadero, o disminuido de forma palpable la temperatura global. Esas son tendencias que tardan décadas en manifestarse, mucho más allá de una cuarentena de un mes.

Surge entonces la pregunta ¿hasta qué punto se puede recuperar un ecosistema, sin el input diario de la actividad humana? 

Hace unos años, mucho antes de que existiera la pandemia que tiene secuestrada a la humanidad, hubo una mente creativa y curiosa que no quiso sentarse a esperar el paso del tiempo.
Alan Weisman, un periodista y escritor de temas científicos, se entregó entonces a un muy interesante ejercicio de pensamiento: imaginar qué sucedería si de pronto los seres humanos desapareciéramos de la Tierra. No importa la causa, simplemente, si un día todos nos desvaneciéramos con un ¡puff! El experimento se le convirtió en una serie de artículos en varias revistas conocidas y, finalmente, en un libro publicado en 2007, The World Without Us (El mundo sin nosotros).

Weisman se lo tomó a pecho. Viajó por el mundo entrevistando a ingenieros, biólogos, zoólogos, científicos atmosféricos y planetarios, restauradores de arte, paleontólogos, botánicos, ambientalistas, geólogos y más expertos, con la misma pregunta para cada uno de ellos: ¿Qué pasaría en su área de estudio si un día la gente desapareciera? ¿Cómo desharía la naturaleza todo lo que nosotros hemos construido? El resultado es un cuadro que revela la increíble capacidad de autocuración que tiene el planeta. Y también muestra lo sorprendentemente débiles --o resistentes-- que pueden ser algunas de nuestras creaciones.

¿Qué sucedería, pues, con nuestras ciudades, nuestros reactores nucleares, nuestros cultivos, nuestras mascotas, nuestras obras de arte, nuestro récord geológico? ¿Qué se derrumbaría primero y qué duraría millones de años? ¿Dejaría nuestra civilización una huella indeleble en el planeta? ¿Quiénes resultarían ganadores y quiénes perdedores? ¿Quién nos reemplazaría? (Ojo: no son las cucarachas).

Primero que todo, escribe Weisman, a los dos días de nuestra desaparición habría apagones masivos en todas partes porque nadie estará alimentando las plantas eléctricas con combustible. “Desde el espacio veríamos nuestras luces artificiales extinguirse muy rápidamente, dejando el planeta a oscuras” (COVID-19 nos dio una cucharada ya, aunque por razones distintas). Sin nadie que las mantenga, grandes partes de nuestra infraestructura física comenzarían a desmoronarse casi instantáneamente”, escribe. “La nueva espesura se tragaría a las ciudades, de la misma forma que las selvas del norte de Guatemala se tragaron a las pirámides mayas y sus grandes ciudades”. 

El caso de Nueva York es fascinante, y es gran parte del enfoque del libro, especialmente en cuanto se refiere a infraestructura. El autor habló largamente con las autoridades encargadas de contener a la naturaleza. “Descubrí que nuestras enormes, impresionantes y asombrosas infraestructuras que nos parecen tan monumentales e indestructibles en realidad son unos conceptos muy frágiles, que están en pie y siguen funcionando solo gracias a un puñado de humanos del cual depende todo el mundo en la ciudad”, dijo en una entrevista con Scientific American.  

“Manhattan solía ser una isla con colinas hasta que la aplanamos y cubrimos de concreto todos sus ríos”, escribe Weisman en el libro. “Había como 30 quebradas fluyendo por toda la isla. Nosotros empujamos toda esa agua bajo la tierra para construir encima. Pero eso no significa que haya desaparecido. Todos los días los ingenieros del metro tienen que bombear 13 millones de galones de agua para sacarla del sistema de túneles. Si esos ingenieros desaparecieran, si no hubiera nadie que hiciera funcionar esas bombas, o si no hubiera electricidad para hacerlas funcionar, el metro se inundaría en 48 horas”.

Pasadas las cuales se inundarían los sótanos de las casas y edificios; los desagües se taparían con basuras, incluyendo bolsas plásticas, y todas las hojas y ramas de los árboles que nadie ha barrido en semanas. Al mismo tiempo comenzaría el proceso de corrosión subterránea: las columnas de acero del metro, que sostienen la calle sobre las cabezas de los pasajeros, se debilitarían y desplomarían en un par de décadas. En menos de diez años el concreto de las calles se llenaría de cráteres y se partiría en mil pedazos a medida que el agua entre sus grietas se congela y descongela con los inviernos, y eventualmente algunas calles y avenidas se convertirían en ríos. 

Los edificios, con sus cimientos entrampados en agua, tampoco resistirían más de 50 años. Dejarían caer grandes trozos de concreto y serían presa fácil de los huracanes (porque esos sí seguirían existiendo). A su caída, tumbarían a otros edificios y el espacio libre sería rápidamente colonizado por plantas oportunistas. Así, la ciudad formaría su propio y único ecosistema. Por ejemplo, muchas especies se beneficiarían del ambiente menos ácido del suelo, creado por el polvo de concreto al derrumbarse (ya que éste contiene cal). Por su parte, líquenes y enredaderas como la hiedra venenosa (Toxicodendron radicans) cubrirían los esqueletos de lo que haya en pie, desde autobuses hasta edificios. Los olivos de otoño fijarían más nitrógeno y permitirían la proliferación de plantas como girasoles y manzanos, cuyas semillas llegarían en el vientre de las aves. En cinco años, según testimonios de Dennis Stevenson, curador del Jardín Botánico de Nueva York, las raíces sin control del árbol del cielo chino Ailanthus altissima habrían causado destrozos en las aceras y las tuberías de las aguas negras. 

“Los coyotes invadirían a Central Park, seguidos de venados, osos y luego lobos”, escribe Weisman. “Las ruinas harían eco a los cantos de amor de las ranas que se reproducen en las quebradas, llenas de arenques y mejillones que dejan caer las gaviotas. Pero ausente estaría toda la fauna adaptada a los humanos. La invencible cucaracha, un insecto originario de los calientes climas africanos, sucumbiría de frío en los edificios sin calentadores. Al no haber basuras, las ratas —que por un tiempo florecerían mientras devoran toda la comida que hay en la ciudad— morirían o servirían de alimento a los halcones peregrinos o halcones de cola roja. Las palomas  regresarían genéticamente a la especie de paloma de las rocas de la cual emergieron en primer lugar”.

Un ejemplo claro es el área alrededor de Chernobyl, donde, según varios estudios, incluyendo uno reciente de la Universidad de Georgia en Carolina del Sur, la fauna dentro de la zona de exclusión incluye poblaciones robustas de 14 especies de mamíferos mucho más comunes que fuera de ella. Incluyendo a depredadores grandes.

The World Without Us cita a Steven Clemants, antiguo vicepresidente del Jardín Botánico de Brooklyn, quien dice que un rayo bien podría caer encima de las ramas secas y sin podar de los árboles del Central Park e iniciar un incendio masivo. Los rayos también caerían sobre los edificios cuyos pararrayos ya no existan y el fuego pasaría de uno al otro devorando las oficinas decoradas con paneles de madera y papel de colgadura. 

A los 100 años se habrían caído los tejados de casi todas las casas, lo que aceleraría el deterioro de los edificios. A los 300, habrán colapsado los elegantes puentes colgantes de Nueva York. En cambio los que están diseñados para aguantar carrileras de tren, como el Hell Gate Bridge, durarán hasta mil años porque estos no han recibido constantes capas de sal (para mantenerlos libres de hielo durante los inviernos). “Los edificios antiguos en piedra, como la Gran Estación Central y el Museo Metropolitano de Arte durarían más que todos los edificios modernos de cristal, entre otras cosas porque ya no habría lluvia ácida deshaciendo sus estructuras de mármol. Quizás las últimas en caerse serían las estructuras hechas en la misma dura piedra del Manhattan original, como la Catedral de Saint Paul en Wall Street, que data de 1766”.

A los cinco siglos, un manto de selvas maduras habría cubierto la isla por completo, con robles y arces que dominarían el paisaje. Pero esta tampoco duraría para siempre, pues eventualmente sería arrasada por una glaciación (tres veces en los últimos 100,000 años los glaciares han dejado a Manhattan tan pulida como una bandeja recién lavada). “Los glaciares aplanarían las cuatro enormes colinas de basura de Fresh Kills en Staten Island, pulverizando sus masivas cantidades de vidrios y plásticos PVCs.  Una vez retrocedieran los glaciares de nuevo, una concentración de metal rojizo –los restos de la plomería y los cables de la electricidad de la ciudad- permanecería enterrada en capas. Y la próxima mente inteligente en llegar podría descubrirlos y hasta usarlos, pero no habría nada que le indicara quién puso eso allí”.   

Finalmente, en 10 millones de años, como un argonauta que regresa del Planeta de los Simios, el visitante sideral vería algunas esculturas de bronce, aún con una forma reconocible. Las reliquias de la edad humana.

Y en Latinoamérica la historia sería parecida, ciudades como México D.F. y Bogotá regresarían a ser los lagos que fueron una vez, rodeados de lujuriosos humedales, hoy en día ahogados por el crecer de esas urbes. Sus edificios comenzarían hundiéndose lentamente en el fango arcilloso, para finalmente sucumbir al avance del agua, que reclama lo que una vez fue suyo. 
 
Regresar a los ancestros del brócoli
 
En las afueras de las ciudades también sucederían cosas. 

En los campos de cultivo, las zanahorias dulces se convertirían en la especie más amarga que fueron antes, y el brócoli, el repollo, las repollitas de Bruselas y la coliflor desarrollarían características similares a las que alguna vez tuvieron sus ancestros.

Las represas de concreto cederían más o menos a los 120 años e inundarían grandes extensiones de terreno. Pero los 430 y pico reactores nucleares activos del planeta se derretirían o incendiarían por ahí a los 50 años de la extinción humana, en la medida en que el agua que los enfría se evapora o se escapa por grietas en el hormigón. Después de décadas de contaminación con radioactividad, la vida regresaría a ocupar sus nichos (como está demostrado Chernobyl). “Los desperdicios nucleares, guardados en tanques de metal enfriado y de concreto están diseñados para sobrevivir miles de años de olvido, al cabo de los cuales su radioactividad –casi toda en forma de cesio-137 y estroncio-90– habrá disminuido mil veces”, dice a New Scientist Rodney Ewing, un geólogo de la Universidad de Michigan especializado en manejo de desperdicios radioactivos. 

Pero el legado urbano al que deberán sobrevivir las especies de fauna y flora también incluye una concentración de metales pesados, que animales y plantas tendrán que reciclar, redepositar, filtrar y gradualmente diluir. “Las bombas de tiempo que quedan dentro de los tanques de petróleo y de productos químicos envenenarían el suelo bajo ellas durante muchas décadas y algunos PCBs [policlorobifenilos, uno de los contaminantes más nocivos fabricados por el ser humano] tomarían milenios”, escribe Weisman. “Un sitio interesante por ejemplo es el antiguo Arsenal de Rocky Mountain, al lado del Aeropuerto Internacional de Denver. Allí había una planta de armas químicas que producía gas nervioso, bombas incendiarias, napalm y después de la Segunda Guerra Mundial, pesticidas. En 1984 el comandante del arsenal lo declaró como el sitio más contaminado en Estados Unidos. Hoy en día es un refugio de vida salvaje, donde las águilas calvas se dan festines con la prodigiosa cantidad de perros de la pradera”. 

El peregrinaje de Alan Weisman incluyó visitas a lugares abandonados, como Chernobyl, o donde están prohibidos los asentamientos humanos, como la selva de Bialowieza, en la frontera entre Polonia y Bielorrusia, el último ejemplo de selva primaria que existe en Europa. “Es lo que uno se imagina al leer un libro de los Hermanos Grimm: una selva oscura, con lobos aullando y musgos colgando de los árboles. Solía ser la reserva privada de cacería de una serie de reyes y zares polacos y rusos. Y después de la Segunda Guerra se convirtió en parque nacional. Uno va allí y ve robles de 50 metros de altura y bisontes nativos. Pensar que algún día casi toda Europa fue así es asombroso”.

Weisman también fue hasta la Zona Desmilitarizada de Corea, un parche de 155 millas de largo y descubrió que está llena de escuadrones de aves exóticas que no se habían visto allí en décadas. Según el biólogo E.O. Wilson de Harvard, un par de siglos después de la desaparición humana florecerían allí nutrias, osos negros asiáticos, venados y el casi extinto leopardo de Amur. Los pocos tigres siberianos que aún rondan por la frontera china y coreana se multiplicarían y se redistribuirían a zonas más templadas del continente. “Después de 200 años quedarían muy pocos animales domésticos”, dice Weisman citando a Wilson. “Los perros domésticos se convertirían en perros salvajes pero no por mucho tiempo porque no podrían aguantar la competencia”.  

En distintas partes del planeta las especies exóticas se darían encarnizadas batallas con las especies nativas. Con el tiempo, todos esos experimentos que hizo el hombre con plantas y animales volverían a sus orígenes, dice Wilson. Por ejemplo, los caballos. “Si los caballos sobreviven, involucionarían hasta el caballo de Przewalski, el único verdadero caballo salvaje, que aún vive en las estepas de Mongolia. Básicamente el mundo se vería como estaba antes de que interviniera la humanidad”. 
 
Paraíso de venados
 
Para entender cómo sería el mundo sin humanos, Weisman necesitaba saber cómo era antes de que evolucionáramos. Nuestra llegada a los distintos continentes coincide con la desaparición de muchas especies. Virtualmente de toda la megafauna: perezosos más grandes que un mamut, armadillos del tamaño de un Volkswagen, osos el doble de grandes, herbívoros ungulados (como las cabras) del tamaño de rinocerontes, etc. “Eso me hizo darme cuenta de que necesitaba ir a África para entender cómo es que, si los animales grandes desaparecieron, ¿por qué aún los hay en África? Resulta que en ese continente los animales evolucionaron al lado de los humanos. Y aprendieron gradualmente a evitar a este depredador. Ese fue su secreto [...] Sin nosotros, Norteamérica probablemente se convertiría en un paraíso de venados. Las selvas cubrirían el continente de costa a costa, a medida que aparecerían los herbívoros grandes, seguidos de carnívoros aún más grandes”.

Y en el mar, lo mismo. “Por lo menos una docena de especies en la mar océana de Colón eran más grandes que su carabela”, dice en el libro el paleoecólogo marino Jeremy Jackson del Instituto de Investigaciones Tropicales del Smithsonian en Panamá. “Y había tantas tortugas de más de 500 kilos, como para hacer encallar las naves”. Y tantas ballenas y peces y tiburones como para tropezarse con ellos. Los arrecifes coralinos albergaban meros de 400 kilos y no a sus pequeños primos de nuestros acuarios. Se podrían sacar los arenques a baldados y había suficientes ostras para filtrar toda el agua de la Bahía de Chesapeake cada cinco días. Las focas y morsas llenaban las playas y litorales hasta perderse de vista.

Ahora bien, la suerte del dióxido de carbono en la atmósfera es más compleja. Porque, incluso si se detienen las emisiones de CO2 mañana, el calentamiento global seguiría aumentando durante otro siglo más. Los océanos durarán mil años absorbiendo su ración, hasta llenar su capacidad de almacenar más. Para ese entonces aún quedaría un 15 por ciento del gas en la atmósfera -una concentración que todavía seguiría siendo un poco más alta que aquella de la preindustria. Eventualmente, dicen los químicos de la National Oceanic and Atmospheric Administration, NOAA, los sedimentos marinos liberarán iones de calcio que recogerán el resto de ese dióxido de carbono. Sólo que el proceso durará otros 20 mil años.  

Weisman concluye opinando que este ejercicio mental puede tener sus beneficios prácticos, como arrojar luz sobre problemas ambientales. El punto es que, si los extraterrestres nos visitan dentro de 100.000 años, no van a encontrar señales obvias de nuestra permanencia en el planeta. La manigua se habrá tragado todo eso de lo que nos vanagloriamos y nos avergonzamos. Es sólo cuando hagan sus excavaciones, que verán trozos de plástico o cristal, quizás algunos huesos con dientes de oro y, a varios metros bajo el lecho marino, una delgada capa de sedimentos radiactivos. 
Y miles de millones de años después de habernos desvanecido de la faz de la Tierra, un pulso de ondas de radio transportará hacia afuera de la galaxia las señales fragmentadas y débiles de nuestros programas de televisión, para confundir a algún operador de radio con antenitas verdes.
Algo para rumiar durante nuestro presente encierro colectivo.
 
RECUADRO

Si los seres humanos dejáramos de existir mañana –la causa de su extinción siendo irrelevante– algunas especies resultarían vencedoras. En cambio otras, acostumbradas a “vivir de gorra” en el mundo de los humanos, llevarían las de perder.
Los ganadores
Aves: al no haber edificios o cables de electricidad contra los cuales estrellarse, millones de aves se salvarían de romperse el cuello cada año.
Árboles: especies ahora amenazadas o en desventaja reclamarían su lugar en distintos ecosistemas.
Mosquitos: una vez desaparezcan los exterminadores y aumenten los pantanales, los mosquitos pasarán a regir los cielos en verdaderos nubarrones.
Gatos salvajes: los antiguos gatos domésticos no tendrían inconveniente en vivir de los roedores y aves del nuevo mundo.
Mandriles: una especie, entre otros primates, con la posibilidad de desarrollar la capacidad de fabricar instrumentos son los mandriles. Después del Homo sapiens, tienen uno de los cerebros más grandes de todos los primates. Sin humanos que se les interpongan en su camino, su cerebro podría quizás empujarlos a ocupar el nicho vacío (un concepto que Hollywood supo explotar con la serie El Planeta de los Simios).
Los perdedores
Ganado domesticado: se convertirían en la cena fácil de los leones y gatos monteses, los coyotes y muchos otros depredadores.
Las cosechas genéticamente modificadas: puesto que están diseñadas para ser resistentes a algún pesticida X, al no haber pesticidas en el medio ambiente, terminarían pereciendo.
Ratas: primero habría una gran explosión en sus poblaciones, a medida que se comen todo lo que hay en las despensas humanas. Pero luego, despojadas de nuestros desperdicios, morirían de hambre o serían consumidas por aves de rapiña.
Cucarachas: al no tener el calor y el abrigo de los edificios humanos, sus poblaciones desaparecerían de las regiones subtropicales, para regresar a su calor natal.
Piojos de la cabeza: los piojos de la cabeza se han adaptado a vivir únicamente en el cuero cabelludo del Homo sapiens. Nuestra desaparición estaría ligada a la suya.
Las especies carismáticas más amenazadas: irónicamente, la pérdida de su hábitat no se detendría a tiempo y para cuando los ecosistemas se mejoren, ya muchas especies como los tigres, leones, osos, etc., podrían haber desaparecido.
 
Fuentes: 
https://www.amazon.com/World-Without-Us-Alan-Weisman/dp/0312427905
http://www.g-feed.com/2020/03/covid-19-reduces-economic-activity.html
https://earthobservatory.nasa.gov/images/146362/airborne-nitrogen-dioxide-plummets-over-china?
https://www.newsweek.com/coronavirus-major-impact-environment-co2-air-quality-animals-1493812
 
Weisman es autor del libro: Gaviotas: A Village to Reinvent the World, acerca del experimento Centro Las Gaviotas, en Vichada, una eco-ciudad fundada en 1971 por Paolo Lugari, quien con un grupo de ingenieros y científicos intenta crear un interesante modelo de vivienda sustentable. 
https://www.amazon.com/Gaviotas-Village-Reinvent-Weisman-2008-09-03/dp/B01N8Q78ZF
http://centrolasgaviotas.org/inicio.html/